A los pocos minutos, nos hicieron pasar a una sala, a la espera de que viniese Aurora.
-Hola Pedro. ¿Cómo estás? ¿Sabes algo de Sofía? Ella me ha hablado mucho de ti y de Pablo. Sentimos lo que está pasando. Ayer un policía estuvo haciendo preguntas sobre Sofía. ¿Qué ha podido suceder?
-Aún no sabemos nada, Aurora. Por eso mismo necesito hablar contigo. Sé que ella confía en ti. Pensaba que podrías tener alguna idea del lugar en el que se encuentra ahora. Mi acompañante es Alonso, amigo de la familia. Es de total confianza para lo que quieras contarme.
-Lo siento Pedro, pero no sé nada de Sofía. Hace un par de días que no la he visto. Pensaba hablar con ella ayer en la reunión de las 11, pero no se presentó. No os quedéis aquí. Por favor, acompañadme a mi despacho. Por aquí.
Su despacho era alargado, con una mesa de madera color abedul al fondo. Contaba con otra mesa central rodeada por cuatro sillas de oficina y dos plantas enormes que bloqueaban el paso de luz desde las ventanas. Me quedé mirándolas.
-Son troncos del Brasil. Un amigo me las regaló hace años y las he llevado conmigo allí donde trabajo. Comentó Aurora.
Tras decir esas palabras, Aurora se puso tensa. Inmediatamente después cambió de tema llenando el silencio con palabras que no venían a cuento en ese momento. Alonso me miró extrañado.
-Sentaos, por favor. Señaló Aurora mientras tomaba asiento.
Antes de sentarme a la mesa, me acerqué a su escritorio al divisar una foto en la que aparecía Sofía junto con otras cuatro personas. Una de ellas era Aurora, otra persona era un hombre rubio, con el pelo corto que mantenía un gran parecido con el desaparecido Lolo. Mientras me fijaba en ello, el brillo de un abrecartas sobre la mesa, llamó mi atención. Parecía exactamente igual que aquel que hubiera visto dos días atrás sobresalir del bolsillo de Lolo, cuando me había encontrado con él en los servicios. Cierta desconfianza hacia Aurora, se instaló entonces en mis pensamientos e incluso en mis movimientos corporales. Pretendí que Aurora no se percatase, aunque la sombra de la duda se había ya hecho un sitio en mi entrecejo. Me senté y la miré.
-¿Tienes idea de adónde podría haber ido Sofía ayer por la mañana tras llegar al aeropuerto? Nos gustaría conocer si ella tenía algún contacto o que hablar con algún cliente. ¿Podríamos ver su agenda?
-Esa información la tiene su secretaria.
Aurora no nos dio ninguna pista aunque sí nos dijo cosas incongruentes. Comentó que hasta las 11 no había esperado ver a Sofía en una reunión, aunque después, durante la conversación, dijo que como ese día no se iban a ver, habían quedado para desayunar en el aeropuerto, pero Sofía le había escrito diciendo que no podrían desayunar juntas.
Carolina, la asistente de Sofía, explicó que había tenido que anular dos reuniones el día antes, momentos antes de que se iniciasen, porque no había conseguido dar con Sofía. Tampoco ella sabía nada.
Salimos de la empresa sorprendidos con las reacciones y las palabras de Aurora.
-Parece que la pista se pierde en el aeropuerto. Opinó Alonso.
-Es lo que me inquieta desde ayer por la noche. La pista se pierde en el aeropuerto. Es como si Sofía no hubiese llegado a salir de allí.
Nos sentamos en un banco que se encontraba cerca de la entrada del edificio donde minutos antes habíamos hablado con Aurora. Uno a uno fuimos desglosando hechos y suposiciones.
Tras analizar cada uno de los puntos, llegamos a la convicción de que teníamos que buscar a Sofía en algún lugar del aeropuerto. Al llegar allí, lo primero que hicimos fue mirar en los servicios, uno a uno. Alonso y yo nos dividimos para preguntar a las limpiadoras, a los miembros de seguridad, los encargados de las empresas de renting, a los asistentes de información del aeropuerto... Al cabo de una hora de pesquisas, nos reunimos para contrastar la información. Parecía que nadie se había fijado el día antes en Sofía, salvo una persona, el encargado de seguridad. Según dijo, la vio junto a una mujer castaña con el pelo rizado que coincidía con la descripción de Aurora. Otro de sus compañeros de seguridad, comentó que había visto salir a Aurora del aeropuerto, pero no a Sofía, sobre las diez de la mañana.
Estaba cansado y comenzando a desesperarme. Sofía llevaba más de 24 horas donde fuera que estuviese y no sabía en qué situación. Me resistía a pensar en lo peor. No quería ni podía permitírmelo.
Nos faltaba hablar de nuevo con la policía del aeropuerto y preguntar a los oficiales de correos. La estafeta de correos, que se encontraba en la parte central del edificio, había estado muy ocupada durante el tiempo que estuvimos allí, de modo que lo habíamos dejado para el final. Alonso se acercó discretamente hablando en portugués.
-Disculpe. Estoy buscando a mi amiga. Es una señora de unos 40 años, con el pelo castaño claro y media melena.
-Lo siento señor, pero nosotros vemos a mucha gente diariamente pasar por aquí. Ahora mismo no me doy cuenta haber visto a nadie así.
-Bueno, la cuestión es que fue ayer cuando llegó. En el vuelo de las 9 de la mañana. Desde Madrid.
-¿Y está usted buscándola hoy?
-Como no hay indicios de que haya salido del aeropuerto, creemos que pudiera haber alguna pista sobre ella aquí.
La oficial de correos le miró con cara de sorna e incredulidad.
-Mire, el único lugar que yo he visto cerrado ayer y hoy, es precisamente la antigua estafeta de correos donde tenemos almacenados algunos paquetes. Mi compañera está de baja y no ha podido venir en dos días. El resto del aeropuerto, al menos éste edificio, está transitado en su totalidad. Lo sé porque llevo aquí muchos años. ¿Entiende? Su amiga tiene que haberse ido… A no ser que esté acurrucada en el interior de la antigua estafeta de correos.
Dejó escapar una pequeña carcajada. Al mirar la seriedad con que Alonso la miraba, la cortó en seco.
-¿Podría usted mostrarnos el interior de la estafeta?
-Lo siento señor, pero no es mi cometido y no tengo las llaves. Creo que el guardia de seguridad, el encargado, tiene una copia de las llaves. Podría pedírselas a él.
Nos acercamos al encargado de seguridad y le echamos un poco de imaginación para convencerle de que nos abriese la antigua estafeta de correos. Desde fuera se percibía una oficina con forma escalonada. La puerta de la estafeta estaba cubierta por una persiana metálica que resonó con fuerza al abrirla. Entramos con desesperanza, sin creer que Sofía pudiera estar allí y deseando no encontrarla sin vida. El lugar olía a cartón, plástico y oficina. Una mesa de recepción de color gris a la entrada no dejaba ver lo que se encontraba en el interior. El encargado de seguridad encendió la luz de la entrada, pero no había suficiente, de modo que cogió su linterna de mano para alumbrar más allá.
-Pueden echar ustedes un vistazo a ver si encuentran ese paquete. Como dicen que es grande seguro que será fácil verlo a simple vista. Si quieren pueden encender el resto de las luces. Están a su izquierda.
Yo me encontraba de espaldas a la puerta, a la altura de la mesa de recepción. Giré a la izquierda para encender más luces y al hacerlo me tropecé con algo blando que había en el suelo.
-¿Puede usted alumbrar aquí? Parece que las luces no funcionan.
Apuntó con su linterna a la derecha de mis pies y vimos lo que parecía un bolso. ¡Era el bolso de Sofía! Al lado del bolso, justo debajo de la mesa de recepción permanecía su cuerpo maniatado e inmóvil.
-Ayudadme, por favor.
Agarré su cuerpo con todas mis fuerzas para sacarlo de ahí. Lo estreché contra mis brazos sollozando. Al hacerlo sentí su calor. Se movió ligeramente. Suavemente le retiré la mordaza de la boca. La comisura de los labios estaba ensangrentada y su frente deformada por lo que se presumía podría haber sido un fuerte impacto.
El encargado de seguridad se puso en contacto con la policía. A los pocos minutos estábamos rodeados de agentes de policía y personal sanitario que trasladaron a Sofía medio inconsciente al hospital más cercano. Durante el traslado, mientras permanecía a su lado, el miedo me embargó por completo y lloré por ella, por mí, por Pablo y por haberme comportado como un idiota días antes.
Había estado tan inmerso en mis problemas, preocupaciones y en mi día a día, que había permitido que una visión nublada de la realidad dominase mi comportamiento hasta el punto de ir arruinando poco a poco lo que tiempo antes tanto me había costado construir.
Adriana, mi coach, había supuesto el punto de partida para abrir mis ojos, pero fue el miedo a perder todo lo que tenía y la sensación de vértigo que me produjo la posibilidad de no volver a ver a Sofía, lo que propició que adquiriese otra perspectiva de la vida.